Es ahora cuando entiendo el valor de las palabras. No de cualquier palabra, no solo de las que se repiten en el mercado o en las tertulias a la sombra del narguile. Sino las de los textos más antiguos. Aquellos que traduje en su día y que hoy, ante nuevas circunstancias, me veo obligado a modificar. Con esto no quiero decir que lo que se habla en la calle no tenga valor, pues al fin y al cabo los viejos escritos recogen de alguna manera la opinión del vecindario, no importa la época de la que procedan. Pero las palabras se hubieran perdido en el viento, que es el olvido, de no ser que algún hombre especial las hubiera reconducido hacia una sintaxis y con una intencionalidad. No solamente hacia una combinación de formas diferentes de expresión, sino principalmente que haya sido capaz ese hombre de sintetizar el pensamiento y las opiniones que corrían por doquier, y de haber puesto talento para transmitirlo. Eso no quiere decir que cada escribiente del pasado tuviera que identificarse con las ideas que dominaban o que pretendían asentarse en pugna con otras. Los que hayan escrito solamente para un dogma reducen el valor de las palabras y por lo tanto de la propiedad del lenguaje y sus posibilidades. Que es lo mismo que decir sobre el criterio acerca de las cosas. Otros autores, incluso anónimos, no han escrito para satisfacer ni a gobernantes ni a clérigos, y en ocasiones han tenido que pagar cara su audacia. Pero en este caso el valor del esfuerzo les proyecta a ellos a lo largo del tiempo. Hay, en fin, un tipo peculiar de poetas o cronistas especialmente dotados para una doble escritura. No es que los admire más que a quienes han escrito plantando cara abiertamente, pero reconozco su habilidad y osadía para relatar hechos que podían ser interpretados por las castas de una manera y, por lo tanto, tolerados, y por otra parte estuvieran emitiendo mensajes subversivos. Los antiguos ya sabían que en el arte de la narración las posibilidades son amplias y hasta divertidas. Cuando he traducido me he acercado, más o menos, a un cierto sentido como estaban escritas las ideas. Pero con frecuencia se me ha escapado la intencionalidad. Para captar la intención de un autor no basta con conocer su tiempo o la misma biografía del autor, escrita casi siempre de manera tendenciosa. El problema fundamental para alguien empeñado en traducir, con todos sus riesgos y márgenes de error, es que además tiene que sentir ese tiempo. O, mejor dicho, tratar de saber cómo sentía el autor su tiempo. La situación de horror y desequilibrio que estamos viviendo estos días me ha dado pistas. Pequeñas visiones deshilachadas o acaso revelaciones más compactas, porque he tocado lo endeble de la materia de la vida y de los hombres. Me alcanza, como a todos, con su vertical e hiriente crueldad la desgracia y la penuria. Y el desconcierto conduce o a hundirte o a encontrar pequeñas dosis de la sustancia de la que está dotado el superviviente, sin saberlo él mismo. Las mismas que me sirven para entender cómo sintieron en su día los poetas perseguidos o los aduladores. Esa idea acerca de la traducción que me persigue me exige revisar mi trabajo anterior. Pero también se convierte en actitud moral, en la necesidad de traducir mi vida y reinterpretarla. No sé si para reconducirme o simplemente para tener claridad sobre lo que creí que había sido el pasado. Algo que no se suele saber en cierta profundidad.