Así era mi ciudad antes de que llegara toda la cadena de desastres. Nosotros vivíamos en el edificio que queda detrás de los árboles que se ven a la izquierda. Desde la azotea podíamos contemplar el río en todo su esplendor. Las orillas eran como pequeños puertos donde atracaban las barcazas que transportaban mercaderías desde almacenes de otros barrios. Los barcos mayores trasladaban turistas a todas horas.
Era una ciudad luz. Al atardecer empezaban a llenarse las terrazas de los merenderos y la gente platicaba amigablemente. Las noches cálidas se prolongaban, como si nadie tuviera que levantarse temprano. Se dormía poco. Naturalmente las conversaciones eran en ocasiones agitadas. Una ciudad con tantas confesiones y pensamientos variados propicia discusiones apasionadas, pero éstas siempre terminaban con buenos deseos y la gente se guardaba sus resquemores de antaño. Mis hermanas y yo dormíamos en la parte interior del edificio, donde no llegaba tanto el rumor de moscardón de la cháchara ni los cantos y la música de la ribera. A nosotros nos daba igual porque la mayoría de los días caíamos rendidos.
La noche en que por exceso de calor no lográbamos conciliar el sueño subíamos a hurtadillas a la solana. Tomábamos los prismáticos de padre y escudriñábamos a los grupos de turistas. En cuanto localizábamos a una pareja que se apartaba, pero estaba en el ángulo de nuestra visión, nos peleábamos entre todos por no quitarles ojo. A veces subía nuestra madre y nos mandaba enérgicamente a la cama. Mi hermana pequeña decía que de mayor quería ser turista. Hoy me gustaría saber por qué parte del mundo anda, y no precisamente como turista.
Nuestro padre no paraba en casa. Trabajaba en la excavación de una población antigua a bastantes kilómetros hacia el sur de la capital. No sé qué grupo herético numeroso había sido expulsado hacía muchos siglos de esta ciudad y se había desplazado a otra zona, fundado un nuevo asentamiento y una cultura distinta. Parece ser que esto era bastante común en aquella época. Nuestro padre podía pasarse tres o cuatro semanas en la excavación y luego venía a visitarnos, pero siempre por pocos días. Cuando se marchaba ponía sus manos en mis hombros y me decía delante de todas las mujeres que yo era el único hombre de la casa y que procurase...Se cortaba ahí. Procurar, ¿qué? Luego se echaba a reír estrepitosamente. Mis padres no temían nada y eran laicos. A nosotros nos enseñaron sencillamente algo muy elemental: el respeto a los otros. En realidad él decía aquello para escenificar irónicamente su bendición particular. El varón ausente otorgaba carta de relevo al varón que se quedaba. Se trataba de una liturgia de la que todos éramos cómplices y que hacía que la despedida fuera tierna e hilarante. Me cuesta seguir recordando. Es lo que tiene mirar durante un rato perdido una vieja fotografía.