(2) La orilla cosmopolita



En la zona donde vivíamos la humedad se condensaba extraordinariamente. No obstante, la temperatura fluctuaba a lo largo del día y la gente procuraba entregarse más a la calle tras la caída del sol. Naturalmente, los que podían. Funcionarios de cierto rango, letrados, comerciantes en tránsito, usureros, traficantes de obras de arte, agentes de las embajadas extranjeras. El litoral de nuestro río fantaseaba con el cosmopolitismo que generaba la reunión de toda aquella pléyade que vivía bien o, mejor dicho, que aparentaba vivir bien. No se trataba de la gente ostentosa, sino de la arribista, de los buscavidas, de la clientela del gobierno, incluso de los ociosos que se ofrecían para cualquier cosa al mejor postor, y cuya actividad les permitía una disposición del tiempo y un alarde de costumbres que a otros les estaba vedado. De la misma manera que las aguas del río se deslizaban silenciosas pero avasalladoras buscando el sur, todo aquel encuentro de intereses, lenguas y objetivos más o menos velados confluía en un griterío moderado, en una exhibición de aproximaciones y fraternidades gozosas por imitar los comportamientos occidentales. No importaba que sus conveniencias estuvieran enfrentadas; aquel espacio nocturno de expansión jugaba el doble papel de recreo y de negocio cerrado, de tanteo y de transmisión de informaciones, de contactos y de decisiones avanzadas. Unos y otros se escuchaban y criticaban las mismas actitudes que habitualmente respaldaban. A veces parecía el mundo al revés. Qué había de debate sincero o de condescendencia en orden a una finalidad superior nunca lo supe. Mis ojos de niño detectaban pero no traducían.



(Imagen de Shirin Neshat)