(7) El acecho de los desesperados




Cuando se hace el silencio los que estamos aquí abajo nos contemplamos expectantes. Las miradas convergen en la mirada única de un cuerpo de soterrados que aún no saben qué suerte les espera. Hay alivio, también indecisión. Todos esperamos el sonido de la sirena. Pero no llega. Abundan las toses, el polvo recubre los cuerpos, se escuchan más lentas las palpitaciones. Persiste el silencio. Demasiado para no concebir esperanzas. Pero nadie se atreve a tomar una decisión. No sé por qué me miran a mí. El más incrédulo, el infiel, el que trae pautas de comportamiento y modelos de costumbres que muchos no aceptan. El que no es entendido y al que se observa con desconfianza, porque es pero no es de los suyos. Sobre todo por parte de aquellos ancianos que nunca salieron de su demarcación. Pretenden que ese individuo, yo, del que han recelado durante tanto tiempo porque no comulgaba con sus doctrinas ni con sus fanatismos, sea ahora el que les guíe. Probablemente esperan que sea también el que les salve. Como si la salvación proviniera de algún ungimiento secreto que ven en mí. Su miedo les paraliza. Tampoco yo estoy libre de ese temor, que me hace sudar y permanecer desconcertado. Siento de pronto varias manos que, amigablemente, empujan mi cuerpo, aún indeciso también, en dirección a la trampilla de salida del refugio. Las miradas sugieren, reclaman, incitan. Una mezcla de solicitud angustiosa y de bondad rendida. Miradas que comienzan a volverse más exigentes. Alzo las palmas de mis manos y pido calma agitándolas con parsimonia. Deberían reconocer la situación y decir allí mismo lo que piensan: tú no eres el enemigo, pero sácanos de aquí. El ambiente se encrespa con  palabras ahogadas, no pronunciadas, pero que han elegido destinatario. Han hecho un pasillo para abrirme el camino. Todo está decidido sin que nadie haya abierto la boca. Me ven dar un paso y sus rostros se llenan de una luz invisible, pero que yo intuyo. Lentamente me dirijo hacia la salida. Meto la mano en el bolsillo del pantalón y agarro el amuleto. Llevo el puño cerrado, como si me concentrara en él. Todo el mundo entiende que no voy a dar marcha atrás y me siguen; cautos, temerosos, también entusiasmados. Carraspeo porque el polvo forma un grumo en mi garganta. Empujo la trampilla, que se resiste, que luego cede en medio de una nube polvorienta y una masa indefinida de cascotes. Aquel montón de cuerpos resistentes allá abajo emiten un insólito e indescifrable sonido de satisfacción. Se disuelve por el sótano como un eco. Luego todos se precipitan hacia fuera, me sobrepasan, corren por las calles ruinosas. Permanezco parado, solo, olvidado. Tranquilo, no obstante el panorama. Pienso en ese momento en la capacidad constante de acecho que alberga la naturaleza humana sobre otras naturalezas humanas. Mi talismán se ha clavado en mi piel, pero no siento dolor alguno. 



(Fotografía de Marijke van Warmerdam)