Nuestra madre se ausentaba algunas noches. Lo hacía con cautela. Cuando se aseguraba de que nos habíamos dormido salía por la parte de atrás de la casa. Tanto mi padre como ella debían estar comprometidos en alguna causa de ideas que les exigía esfuerzos y conllevaba ciertos riesgos. Aun cuando mi padre se encontrara de trabajos arqueológicos, ella salía discretamente. Cuando mis hermanos y yo descubrimos ese extraño movimiento de nuestra madre no nos sorprendió del todo. Una de mis hermanas se despertó una noche bruscamente con dolores de tripa. Fuimos al cuarto de nuestra madre, pero no se encontraba allí. Sería ya madrugada avanzada cuando regresó y, si bien a mi hermana se le había pasado el trastorno y todas dormían, yo permanecía desvelado. Me levanté y conté a mi madre la incidencia. Le costó ocultar cierto gesto de contrariedad, pero su dulzura superaba todas las pruebas. Aunque no le pregunté por qué se había ido, ella me dijo que alguna vez entenderíamos las razones por las que tenía que realizar esas salidas.
Mis padres no eran explícitos con sus hijos respecto a lo que se traían entre manos, pero para nosotros era obvio que ellos pensaban diferente a los vecinos. Nos inculcaban otro tipo de nociones sobre la vida, el universo y la sociedad. Nos hablaban de valores que no conminaban ni prohibían, que no exigían creencias rígidas ni inoculaban intolerancia, que no hablaban tanto del hombre abstracto y de sus mitos como de la naturaleza misma que nos forma y a la que pertenecemos. Ideas que no eran como las de otros niños que acudían a escuelas coránicas, por ejemplo, ni a las clases de los cristianos asirios. No le concedimos mayor importancia a aquellos movimientos nocturnos de nuestra madre, principalmente porque nuestra mentalidad infantil no podía interpretar el mundo inquietante en que se movían los mayores. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que tras aquellas escapadas suyas había algo más.
(Fotografía de Newsha Tavacolian)