Nadie sabe de qué manera se puede uno hundir dentro de sí mismo. Lo que hay que hacer para imaginar que no estás donde estás. Mientras se sucede un estremecimiento tras otro del entorno de este escondrijo oscuro, que parece que va a dejar de serlo en cualquier momento. La gente tirita de miedo, contiene la respiración, se abraza. Los mayores rezan, pertenezcan a la tradición y al culto que pertenezcan. Tengo la sensación de que incluso se comprenden y que se sienten unidos por la desesperación. Nunca pensé que pudiéramos ser víctimas de tanta miseria destructiva. Algunos sueltan imprecaciones contra lo desconocido que nos agrede. También contra los que nos han dirigido y, de alguna manera, nos han llevado a este sufrimiento. Son maneras de desahogarse y buscar consuelo. Todo resulta muy primitivo y desconcertante aquí abajo. No conocemos el rostro de los que causan nuestro pavor. No sabemos cuánto va a durar esta cólera. Todos nuestros cuerpos están alterados. Los pensamientos, las conductas, la capacidad de control, las emociones. Hasta nuestros intestinos se rebelan y hay gente que se retuerce de dolor y de nervios. No parecen habitar aquí los mismos hombres, niños y mujeres conocidos del vecindario. Nuestros propios olores, nuestras toses y sofocos, nuestros gritos y gemidos han configurado en la oscuridad un engendro tenebroso. Un ente malformado del que se podría hasta imaginar las facciones, el tamaño e incluso su comportamiento. Pero no da tiempo a pensar. Cada sacudida atronadora solo convoca al instinto. Sale de nosotros lo peor: el espanto, las tiritonas, los lloros, las agitaciones, los desgarros. Mi hijo me clava sus uñas en el brazo y a él le hace lo mismo su hermana. Yo palpo constantemente en el bolsillo la figura aquella que invocó mi padre cuando me la dio. La acaricio frenéticamente, la aprieto contra mi muslo, mis dedos sudan sobre su materia fría y siento que se despellejan, tal el ardor nervioso que pongo al frotarla. Me parece percibir el desmenuzamiento de las partículas de que está hecha. El hombre siempre está solo, por muchos cuentos que nos hayan contado. Y solo se reconoce como monstruo.
(Fotografía de Tofiq Jaf)