(1) Carta desde la ciudad de la nostalgia





Así era mi ciudad antes de que llegara toda la cadena de desastres. Nosotros vivíamos en el edificio que queda detrás de los árboles que se ven a la izquierda. Desde la azotea podíamos contemplar el río en todo su esplendor. Las orillas eran como pequeños puertos donde atracaban las barcazas que transportaban mercaderías desde almacenes de otros barrios. Los barcos mayores trasladaban turistas a todas horas.  

Era una ciudad luz. Al atardecer empezaban a llenarse las terrazas de los merenderos y la gente platicaba amigablemente. Las noches cálidas se prolongaban, como si nadie tuviera que levantarse temprano. Se dormía poco. Naturalmente las conversaciones eran en ocasiones agitadas. Una ciudad con tantas confesiones y pensamientos variados propicia discusiones apasionadas, pero éstas siempre terminaban con buenos deseos y la gente se guardaba sus resquemores de antaño. Mis hermanas y yo dormíamos en la parte interior del edificio, donde no llegaba tanto el rumor de moscardón de la cháchara ni los cantos y la música de la ribera. A nosotros nos daba igual porque la mayoría de los días caíamos rendidos.

La noche en que por exceso de calor no lográbamos conciliar el sueño subíamos a hurtadillas a la solana. Tomábamos los prismáticos de padre y escudriñábamos a los grupos de turistas. En cuanto localizábamos a una pareja que se apartaba, pero estaba en el ángulo de nuestra visión, nos peleábamos entre todos por no quitarles ojo. A veces subía nuestra madre y nos mandaba enérgicamente a la cama. Mi hermana pequeña decía que de mayor quería ser turista. Hoy me gustaría saber por qué parte del mundo anda, y no precisamente como turista. 

Nuestro padre no paraba en casa. Trabajaba en la excavación de una población antigua a bastantes kilómetros hacia el sur de la capital. No sé qué grupo herético numeroso había sido expulsado hacía muchos siglos de esta ciudad y se había desplazado a otra zona, fundado un nuevo asentamiento y una cultura distinta. Parece ser que esto era bastante común en aquella época. Nuestro padre podía pasarse tres o cuatro semanas en la excavación y luego venía a visitarnos, pero siempre por pocos días. Cuando se marchaba ponía sus manos en mis hombros y me decía delante de todas las mujeres que yo era el único hombre de la casa y que procurase...Se cortaba ahí. Procurar, ¿qué? Luego se echaba a reír estrepitosamente. Mis padres no temían nada y eran laicos. A nosotros nos enseñaron sencillamente algo muy elemental: el respeto a los otros. En realidad él decía aquello para escenificar irónicamente su bendición particular. El varón ausente otorgaba carta de relevo al varón que se quedaba. Se trataba de una liturgia de la que todos éramos cómplices y que hacía que la despedida fuera tierna e hilarante. Me cuesta seguir recordando. Es lo que tiene mirar durante un rato perdido una vieja fotografía.

(2) La orilla cosmopolita



En la zona donde vivíamos la humedad se condensaba extraordinariamente. No obstante, la temperatura fluctuaba a lo largo del día y la gente procuraba entregarse más a la calle tras la caída del sol. Naturalmente, los que podían. Funcionarios de cierto rango, letrados, comerciantes en tránsito, usureros, traficantes de obras de arte, agentes de las embajadas extranjeras. El litoral de nuestro río fantaseaba con el cosmopolitismo que generaba la reunión de toda aquella pléyade que vivía bien o, mejor dicho, que aparentaba vivir bien. No se trataba de la gente ostentosa, sino de la arribista, de los buscavidas, de la clientela del gobierno, incluso de los ociosos que se ofrecían para cualquier cosa al mejor postor, y cuya actividad les permitía una disposición del tiempo y un alarde de costumbres que a otros les estaba vedado. De la misma manera que las aguas del río se deslizaban silenciosas pero avasalladoras buscando el sur, todo aquel encuentro de intereses, lenguas y objetivos más o menos velados confluía en un griterío moderado, en una exhibición de aproximaciones y fraternidades gozosas por imitar los comportamientos occidentales. No importaba que sus conveniencias estuvieran enfrentadas; aquel espacio nocturno de expansión jugaba el doble papel de recreo y de negocio cerrado, de tanteo y de transmisión de informaciones, de contactos y de decisiones avanzadas. Unos y otros se escuchaban y criticaban las mismas actitudes que habitualmente respaldaban. A veces parecía el mundo al revés. Qué había de debate sincero o de condescendencia en orden a una finalidad superior nunca lo supe. Mis ojos de niño detectaban pero no traducían.



(Imagen de Shirin Neshat)

(3) El amuleto



En una de las ocasiones en que nuestro padre vino a vernos nos trajo a cada uno pequeños recuerdos. Era muy celoso en la protección de los ajuares que encontraba en sus excavaciones, por lo que nunca tuvimos en la mano ningún objeto de aquella procedencia. Si no pertenecen ya a la cultura desaparecida no pertenecen a nadie, solía decir. Pero alguien se hace cargo, ¿verdad?, le preguntaba mi madre. Las autoridades, respondía él con una confianza en éstas que aún no quebraba definitivamente. Ellas deben gestionar el mantenimiento de su patrimonio. Pero yo sé que lo decía con ciertas dudas. Toda la vida había tenido lugar un expolio y seguía habiéndolo. Evidentemente, detrás estaban siempre los compradores extranjeros, pero quienes lo ejecutaban directamente eran de los nuestros. Redes de gente a todos los niveles y de todos los estamentos; individuos especializados en sus aviesas prácticas, unos robándolos en la época en que no había trabajo en los yacimientos, otros transportándolos clandestinamente, otros más proporcionando documentación falsificada o visados buenos pero amañados y consentidos. La corrupción involucraba a los más pobres en cuanto a número, pero tenía cómplices en todas las esferas de la administración civil o religiosa. Y esos altos cargos resultaban los más decisivos y los que más se beneficiaban del latrocinio.

Toda mi vida he llevado conmigo aquel pequeño ídolo que mi padre había adquirido en el mercado de una ciudad del desierto. Él nos dijo al entregarnos los obsequios: podéis hacer con ellos lo que queráis, pero estoy convencido de que os darán buena suerte. Creo que solo yo lo he portado siempre encima, en un bolsillo, en la cartera. Mis hermanas los metieron en alguna de sus cajas de recuerdos, como ellas decían. Yo convertí el recuerdo en amuleto. Ahora mismo lo tengo en mi mano, lo acaricio, lo aprieto a cada descarga atronadora en que la tierra se convulsiona. Aquí abajo, en este refugio bajo tierra que construimos deprisa y corriendo en el vecindario cuando estaba cantado que el lejano invasor iba a arremeter contra nosotros.

(4) Desde el agujero



Nadie sabe de qué manera se puede uno hundir dentro de sí mismo. Lo que hay que hacer para imaginar que no estás donde estás. Mientras se sucede un estremecimiento tras otro del entorno de este escondrijo oscuro, que parece que va a dejar de serlo en cualquier momento. La gente tirita de miedo, contiene la respiración, se abraza. Los mayores rezan, pertenezcan a la tradición y al culto que pertenezcan. Tengo la sensación de que incluso se comprenden y que se sienten unidos por la desesperación. Nunca pensé que pudiéramos ser víctimas de tanta miseria destructiva. Algunos sueltan imprecaciones contra lo desconocido que nos agrede. También contra los que nos han dirigido y, de alguna manera, nos han llevado a este sufrimiento. Son maneras de desahogarse y buscar consuelo. Todo resulta muy primitivo y desconcertante aquí abajo. No conocemos el rostro de los que causan nuestro pavor. No sabemos cuánto va a durar esta cólera. Todos nuestros cuerpos están alterados. Los pensamientos, las conductas, la capacidad de control, las emociones. Hasta nuestros intestinos se rebelan y hay gente que se retuerce de dolor y de nervios. No parecen habitar aquí los mismos hombres, niños y mujeres conocidos del vecindario. Nuestros propios olores, nuestras toses y sofocos, nuestros gritos y gemidos han configurado en la oscuridad un engendro tenebroso. Un ente malformado del que se podría hasta imaginar las facciones, el tamaño e incluso su comportamiento. Pero no da tiempo a pensar. Cada sacudida atronadora solo convoca al instinto. Sale de nosotros lo peor: el espanto, las tiritonas, los lloros, las agitaciones, los desgarros. Mi hijo me clava sus uñas en el brazo y a él le hace lo mismo su hermana. Yo palpo constantemente en el bolsillo la figura aquella que invocó mi padre cuando me la dio. La acaricio frenéticamente, la aprieto contra mi muslo, mis dedos sudan sobre su materia fría y siento que se despellejan, tal el ardor nervioso que pongo al frotarla. Me parece percibir el desmenuzamiento de las partículas de que está hecha. El hombre siempre está solo, por muchos cuentos que nos hayan contado. Y solo se reconoce como monstruo.  




(Fotografía de Tofiq Jaf)

(5) Improvisadas ausencias




Nuestra madre se ausentaba algunas noches. Lo hacía con cautela. Cuando se aseguraba de que nos habíamos dormido salía por la parte de atrás de la casa. Tanto mi padre como ella debían estar comprometidos en alguna causa de ideas que les exigía esfuerzos y conllevaba ciertos riesgos. Aun cuando mi padre se encontrara de trabajos arqueológicos, ella salía discretamente. Cuando mis hermanos y yo descubrimos ese extraño movimiento de nuestra madre no nos sorprendió del todo. Una de mis hermanas se despertó una noche bruscamente con dolores de tripa. Fuimos al cuarto de nuestra madre, pero no se encontraba allí. Sería ya madrugada avanzada cuando regresó y, si bien a mi hermana se le había pasado el trastorno y todas dormían, yo permanecía desvelado. Me levanté y conté a mi madre la incidencia. Le costó ocultar cierto gesto de contrariedad, pero su dulzura superaba todas las pruebas. Aunque no le pregunté por qué se había ido, ella me dijo que alguna vez entenderíamos las razones por las que tenía que realizar esas salidas.

Mis padres no eran explícitos con sus hijos respecto a lo que se traían entre manos, pero para nosotros era obvio que ellos pensaban diferente a los vecinos. Nos inculcaban otro tipo de nociones sobre la vida, el universo y la sociedad. Nos hablaban de valores que no conminaban ni prohibían, que no exigían creencias rígidas ni inoculaban intolerancia, que no hablaban tanto del hombre abstracto y de sus mitos como de la naturaleza misma que nos forma y a la que pertenecemos. Ideas que no eran como las de otros niños que acudían a escuelas coránicas, por ejemplo, ni a las clases de los cristianos asirios. No le concedimos mayor importancia a aquellos movimientos nocturnos de nuestra madre, principalmente porque nuestra mentalidad infantil no podía interpretar el mundo inquietante en que se movían los mayores. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que tras aquellas escapadas suyas había algo más.




(Fotografía de Newsha Tavacolian)


(6) Lecciones de otro tiempo




En un período en que nuestro padre no pudo trabajar establemente nos llevó a recorrer algunas zonas del norte del país. Lo que vais a ver, nos dijo, es importante para todos. No solo para nuestra historia sino para cualquier humano. Los occidentales y algunos de nuestros próceres dicen que entre el curso de estos dos ríos amplios y generosos tuvo lugar la cuna de las ciudades. Creo que exageran, que cunas ha habido en muchos territorios y aún falta mucho por descubrir. Y sobre todo por interpretar. No creo que la cultura naciera en un solo lugar del planeta, así que no hay que conceder tanta importancia a su origen como a su desarrollo, a lo que llegó cada cultura a ser y a extenderse. Y menos hacer objeto de patriotismo moderno de aquello que nos ha hecho simples herederos. Casi siempre desagradecidos herederos. No somos propietarios de aquel pasado, pero debemos rescatarlo para conocerlo; también para cuidar de sus restos.

Él, nuestro padre, nos hablaba así, con palabras claras para que entendiéramos, pero con conceptos reveladores. Donde los niños veíamos sólo montículos desenterrados a medias él ya estaba percibiendo el trazado de calles, la zona del palacio o los templos que, de ordinario, eran lo mismo. No os fiéis de los dioses, nos decía, y menos de quienes viven de ellos. En las lejanas  civilizaciones que habitaron estos lugares el gran mandatario era también el dios. Luego cambiaron algo las cosas, porque mientras unos se hicieron fuertes por servir con las armas al gran jefe otros se consolidaban creando castas que sostuviera el culto a aquel personaje medio dios medio rey. Las explicaciones de mi padre me fascinaban principalmente a mí. Era tan diferente lo que pensaba mi padre sobre la vida de antes y cómo la proyectaba en la de ahora. ¿O era a la inversa? Tenía tan poco que ver con lo que contaban la mayoría de nuestros vecinos. Mantener con mis amigos una conversación sobre la historia de nuestro país fue casi siempre algo bastante polémico. Pero transmitir lo que me enseñaba mi padre y defenderlo delante de otros me hizo fuerte. Sobre todo para acrecentar mi tenacidad interior, para respaldar mis empeños posteriores. 

(7) El acecho de los desesperados




Cuando se hace el silencio los que estamos aquí abajo nos contemplamos expectantes. Las miradas convergen en la mirada única de un cuerpo de soterrados que aún no saben qué suerte les espera. Hay alivio, también indecisión. Todos esperamos el sonido de la sirena. Pero no llega. Abundan las toses, el polvo recubre los cuerpos, se escuchan más lentas las palpitaciones. Persiste el silencio. Demasiado para no concebir esperanzas. Pero nadie se atreve a tomar una decisión. No sé por qué me miran a mí. El más incrédulo, el infiel, el que trae pautas de comportamiento y modelos de costumbres que muchos no aceptan. El que no es entendido y al que se observa con desconfianza, porque es pero no es de los suyos. Sobre todo por parte de aquellos ancianos que nunca salieron de su demarcación. Pretenden que ese individuo, yo, del que han recelado durante tanto tiempo porque no comulgaba con sus doctrinas ni con sus fanatismos, sea ahora el que les guíe. Probablemente esperan que sea también el que les salve. Como si la salvación proviniera de algún ungimiento secreto que ven en mí. Su miedo les paraliza. Tampoco yo estoy libre de ese temor, que me hace sudar y permanecer desconcertado. Siento de pronto varias manos que, amigablemente, empujan mi cuerpo, aún indeciso también, en dirección a la trampilla de salida del refugio. Las miradas sugieren, reclaman, incitan. Una mezcla de solicitud angustiosa y de bondad rendida. Miradas que comienzan a volverse más exigentes. Alzo las palmas de mis manos y pido calma agitándolas con parsimonia. Deberían reconocer la situación y decir allí mismo lo que piensan: tú no eres el enemigo, pero sácanos de aquí. El ambiente se encrespa con  palabras ahogadas, no pronunciadas, pero que han elegido destinatario. Han hecho un pasillo para abrirme el camino. Todo está decidido sin que nadie haya abierto la boca. Me ven dar un paso y sus rostros se llenan de una luz invisible, pero que yo intuyo. Lentamente me dirijo hacia la salida. Meto la mano en el bolsillo del pantalón y agarro el amuleto. Llevo el puño cerrado, como si me concentrara en él. Todo el mundo entiende que no voy a dar marcha atrás y me siguen; cautos, temerosos, también entusiasmados. Carraspeo porque el polvo forma un grumo en mi garganta. Empujo la trampilla, que se resiste, que luego cede en medio de una nube polvorienta y una masa indefinida de cascotes. Aquel montón de cuerpos resistentes allá abajo emiten un insólito e indescifrable sonido de satisfacción. Se disuelve por el sótano como un eco. Luego todos se precipitan hacia fuera, me sobrepasan, corren por las calles ruinosas. Permanezco parado, solo, olvidado. Tranquilo, no obstante el panorama. Pienso en ese momento en la capacidad constante de acecho que alberga la naturaleza humana sobre otras naturalezas humanas. Mi talismán se ha clavado en mi piel, pero no siento dolor alguno. 



(Fotografía de Marijke van Warmerdam)